La palabra bufón ha suplantado la multiplicidad de voces con las que se denominaba a este tipo de juglar en el castellano del siglo XII: cazurro, moharra o moharracho, zaharrón, truhán, botarga, albardán, etc.

Dedicados a la chanza y el escarnio, su humor mundano y desinhibido –en parte herencia de histriones y mimos romanos-, les granjeó el aplauso del público, la enemistad de sus colegas y la reprobación del clero y la nobleza. Thomas de Cabham los acusa de transformarse y trasfigurar su cuerpo por medio de torpes gestos, de humillarse a sí mismos pareciendo horribles fantasmas; fray Íñigo de Mendoza advierte que locos son los que les pagan sus bufonadas en vestidos, no los que los reciben. En el año 1274 los juglares cultos elevaron sus quejas al rey Alfonso X, que ordenó que se llamase cazurros a aquellos artistas faltos de buenas maneras, que recitan sin sentido o ejercitan su arte por calles y plazas, ganando deshonradamente el dinero. Sobresalían los bufones en la risa. Como cualquier juglar, eran bien recibidos en todas las cortes y moradas nobles. Así, cuenta Montmorth, en su  Libro de los reyes de Bretaña, cómo el conde Balduph se rapó la cabeza, tomó un arpa y se vistió de bufón para atravesar el sitio que Arturo había puesto a la ciudad de York donde se refugiaba el conde Cheldrik, su hermano. Balduph, tras hacerse popular entre la tropa tañendo con desenfado el arpa y cantando, consiguió penetrar en el castillo y fue conducido en presencia de su hermano.

La indumentaria de los bufones es la más extravagante de todo el largo periodo medieval. A esa imagen deben gran parte de su inmortalidad. La vestimenta fue el gran recurso escenográfico de estos truhanes. El bufón comenzaría como cazurro o moharracho con un modesto vestuario que evolucionaría hasta desembocar en los trajes de simétricos colores llenos de cascabeles, que imitan partes de animales o de insectos, como orejas de conejo, antenas de hormiga, etc.  El bufón, con sus trajes de llamativos tonos y caprichosas formas, se erige en el alma de la fiesta, el bromista imprescindible, el burlón implacable, aquel que corretea entre las mesas de un banquete haciendo cabriolas y volatines, aquel que parodia a aquellos que ocupan un escalón más alto en la vida del castillo medieval. El bufón es juglar en toda regla porque improvisa, declama, tañe, recita, tiene voz ante su majestad el rey.

Sin duda, el humor satírico y prosaico de los bufones maculó la honra de los juglares dando lugar a interminables discusiones sobre quién debe de ser llamado juglar y quién no. El clímax de la humorística chusca del bufón lo alcanza (entre otras) la siguiente bufonada consignada en el libro Till  Eulenspiegel. Dicen que el rey de Polonia para saber cuál de sus dos bufones bufoneaba más, les conminó a zaherirse. Till Eulenspiegel se dirigió al centro de la sala, se bajó las calzas y se cagó en medio de la sala; cogió una cuchara y dividió las heces en dos partes, llamó al otro y le pidió que imitase la bufonada que iba a hacer; tomando la cuchara cogió con ella la mitad de mierda y se la comió.

Nos imaginamos a nuestro bufón con unas sonajas en la mano y una cantimplora que puede contener cualquier tipo de brebaje.

Los fondos del Museo del Juglar exhiben un traje de bufón con los colores azul y gualda formando simetrías y picos, compuesto de gorro bicorne, casaca, calzas rojas y babuchas.