Juglaresa, cantadera, trotera, danzadera son todos sinónimos de un mismo oficio: mujer del espectáculo que generalmente danza, canta y tañe alguna percusión. La juglaresa era soldadera, es decir, que por un sueldo o salario realiza un arte escénico (aunque en el Libro de Apolonio encontramos dos acepciones de soldadera, una como meretriz  y otra como juglaresa o juglara).

Como se infiere de cancioneros medievales -tal vez el más explícito sea el Cancionero de Ajuda-, la juglaresa o soldadera bailaba siempre acompañada de un juglar y viajaban siempre con una manceba, que le ayudaba en todo lo que era menester. Mientras que a las mancebas se les negaba la entrada a ciertos palacios, a sus señoras sólo se les imponían determinados vetos. En la IV partida de Alfonso X el Sabio, se ordena que no sean admitidas como barraganas de las personas ilustres ni las juglaresas, ni sus hijas (¿hijas de sangre o mancebas encubiertas?). De igual modo, Jaime I en el Cap. X de las Constitutiones pacis et treugae, les prohíbe sentarse a la mesa de ningún caballero o dama y, a las damas, besarlas o dormir bajo el mismo techo.

Hacia 1330 las soldaderas aparecen con el nombre de cantaderas, las cuales profesaban el mester itinerante de la pandereta. Llegaron a ser muy populares. El arcipreste de Hita les dedica algunos de los mejores versos de su Libro de Buen Amor: desque la cantadera diçe el cantar primero, / siempre los pies le bullen, et mal para el pandero: / texedor et cantadera nunca tienen los pies quedos; / en telar et en danzar siempre los bullen los dedos. Cervantes les consagró una de sus más conocidas novelas ejemplares: La gitanilla. Eran "cantaoras" y “bailaoras”. Los moralistas medievales decían que las troteras llamaban con sus pies a las puertas del infierno. El capítulo XXI del Espéculo de legos está dedicado a las danzaderas y dice: E señal es que los que andan en coros de danzas e bailes trabajan por entrar al infierno, ca el infierno está debajo tierra e ellos fieren la tierra llamando a la puerta del infierno, así como si quisiesen entrar dentro.

Por ejercer de intermediarias y trotaconventos en asuntos amorosos (troteras no se refiere solamente el trote de la danza), eran tenidas por  una mala influencia en la vida palaciega, donde las hijas y mujeres de los poderosos recibían una estricta instrucción moral. Su éxito derivaba de su imagen artística, de su sensualidad, de su ingenio y espontaneidad. Si la generosidad de la corte, según fama, se medía en galas y preseas, el guardarropa de la cantadera estaría especialmente compuesto de estos dos preciados artículos. Las juglaresas, que hacían del cuerpo la herramienta de sus espectáculos, serían las mejor pagadas en prendas.

Por último, destacar la capital influencia de las cantoras y tañedoras sarracenas en la juglaría femenina de los reinos cristianos. Ibn Hazm, en El collar de la paloma, nos habla de un sarao de cantoras donde, con maestría, una esclava templa el laúd y canta versos antiguos.

Nos imaginamos a la danzadera con un rico vestido discreto pero con vuelos para que luzca en la danza.

En los fondos del Museo del Juglar se puede ver un vestido de danzadera compuesto por un holgado camisón de lino blanco y un vestido púrpura ceñido por la espalda a modo de corpiño.