En el siglo X Mucáddam ben Muáfa, el Ciego de Cabra, inventa el zéjel en el Califato de Córdoba. En el siglo XIII, Boncompagno ya menciona al ciego como un tipo especial entre los juglares. Parece que ceguera y juglaría estuvieron unidas desde los albores de la oralidad épico-literaria.

Para el Arcipreste de Hita los ciegos figuran en el escalafón más bajo de la actividad. Un dato interesante: nos habla de ellos en plural porque llevan lazarillo; en las composiciones que les escribe solicita limosna en pago de sus servicios, aunque también “paños y vestidos”.

El auge de los ciegos se hizo patente cuando la decadencia de los juglares fue extrema. En el siglo XIV se menciona al ciego en Francia como el último cantor de chansons de geste al runrún de la monótona zanfoña.

Pedro Tafur en el siglo XV nos lega una estampa internacional del “ciego juglar que canta viejas fazañas” cuando se topa con dos -paisanos suyos- que tañen la vihuela de arco en la corte del duque de Borgoña Felipe el Bueno. Paulatinamente la escritura en romance va desplazando a la oralidad y comienza a preferirse la memorización de un texto fijado de antemano a dura la composición oral. Fatalmente, la vigorosa irrupción de la imprenta vuelve marginal esa oralidad literaria tan del gusto del pueblo llano, la cual queda fuera de la Historia. Aquellos que deambulan ejerciendo la recitación y la narración versificada por plazas y pórticos eclesiales son el vital residuo de un mundo pretérito. Lázaro de Tormes será el punto de partida y a la vez el fidedigno retrato de este nuevo estadio de esta juglaría fuera de la Historia. El gárrulo ciego suplanta al juglar en los retratos costumbristas de la oralidad de plaza y pliego. El Siglo de Oro multiplica los testimonios, la imprenta los divulga. Tal vez uno de los más interesantes es el de la novela pícara Estebanillo González. En una de sus muchas idas y venidas, el antihéroe cree ver en la venta de coplas un eventual remedio a sus males tras asistir a la representación de un ciego de la que los oyentes se iban encoplados y gustosos, por lo que le propone que lo surta de coplas por un precio razonable, que le compraría muchas, porque andaba de tierra en tierra buscando donde ganar un mendrugo de pan.

En 1874 comenta Miguel de Unamuno por boca del protagonista de su novela más autobiográfica, Paz en la guerra, el contenido alucinante que conformaba la mercancía literaria del ciego donde se mezclaban las figuras bíblicas como Judith y Holofermes, Sansón y Dalila, con los cuentos maravillosos de Las 1000 y una noches, con los cantares de gesta y la novela de caballerías, donde cabalgan Carlomagno y sus doce pares  y Fierabrás el impávido y una larga ringla de héroes de ficciones medievales: Oliveros de Castilla, Artús de Algarbe, Pierres de Provenza; Flores y Blancaflor; Genoveva de Brabante; el Cid Ruy Díaz de Vivar, etc.

De igual modo, aunque indirectamente, Mario Vargas Llosa en su novela La guerra del fin del mundo nombra a estos juglarones de finales del XIX y principios del XX. Dice que allá por el 1987 Joâo Satán gustaba  de escuchar a los cantores ambulantes que para alegrar saraos y por un trago de cachaça y un plato de charqui y farofa narraban las aventuras de Oliveiros, la princesa Magalona, de Carlomagno el emperante y sus doce pares de Francia. Joâo Satán los sabía de memoria y podía seguir la salmodia de aquellas historias que luego le provocaban vívidos sueños.

El ciego itinerante y mendigo continuó cantando literatura –con una temática cada vez más sensacionalista- hasta desaparecer del panorama callejero español a mediados del siglo XX. Todavía hoy es posible encontrar personas que frecuentaron sus actuaciones. Considérese el ciego coplero como la última manifestación genuina de la juglaría medieval. Con todos sus rasgos diferenciadores y peculiaridades, es el magisterio de los ciegos hermano de el de los escopas germanos, de los juglares medievales y de los rapsodas helenos. Pero algo va de Homero a ciego coplero…

Ciegos ya no los hay y puede ser que no los hubiese al promediar el siglo pasado, sin embargo, viven en la memoria colectiva y no se les olvida.

Nos imaginamos al ciego trovero de riguroso negro, como los lentes que le ocultaban la vista. El Museo del Juglar cuenta con un traje de ciego compuesto por sombrerón de fieltro negro y antiparras opacas, casaca abotonada negra con puños blancos de encaje y pantalón negro hasta la pantorrilla, calcetines blancos de encaje, zapatos negros, capa y bastón.