Al pacificarse las fronteras de los reinos cristianos, al condescender la casta guerrera al ocio y la vida muelle de la corte, la cultura ocupó un lugar importante en la vida de defensores y de oradores. Los juglares con más inspiración poética y musical, aquellos que litigaban por diferenciarse de aquellos más mundanos, arrendaron su música a los cortesanos ilustrados, a los clérigos poetas. Buscando una soldada regular en una corte que pierde interés por los largos e impersonales poemas heroicos anisosilábicos, gastados los impromptus juglarescos, el juglar encontró una nueva ocupación a su talento. Se evitaba, así, por un lado, la tarea de la composición "sin pecado y a sílabas contadas", ya que el clérigo y el trovador le proporcionaban composiciones impecables -formal y moralmente- y puede que, incluso, la tonada de las mismas. Por otro lado, eludía la mímica, el gesto y la impostación vocal, condiciones heredadas del mimo grecolatino que nada o poco tenían que ver con la lírica y el canto. Eran conocidos por su especialidad. Los juglares que cantaban con instrumento eran juglares de boca o de voz; de péñola, los que escribían poesías para sí o a petición; violeros, los que tañían la viola; cítolas, los que tañían la cítola; así tenemos roteros, trompeteros, tamboreros, etc.,

Respecto a los juglares que optaron por la música instrumental, eran legión los que se daban cita en bodas y celebraciones cimeras. Cuenta Ramón Montaner que en la coronación del rey aragonés Alfonso IV había más de 300 pares de trompas…

Juzgamos por ello bien vestido al juglar lírico, al ministril y al segrer, orgulloso de su oficio, digno de interpretar a la vihuela o al laúd sus propios versos  o los del trovador. Los fondos del museo exhiben varios trajes de juglar lírico compuestos por boina con camafeo y pluma, cendal, jubón ceñido en la cintura con mangas al estilo florentino, cinturón con faltriqueras y canutos, calzas a juego con la boina y la capa que cae hasta la pantorrilla, botas de piel curtida, a veces, hasta la rodilla, otras, hasta la pantorrilla.

Dentro de los juglares de péñola tenemos un único y maravilloso ejemplo en la lírica galaico-portuguesa, los segreres: juglares compositores, trovadores ajuglarados, poetas líricos que tañen instrumentos cuya etimología hay quien la deriva de hombres del siglo, por sus costumbres mundanas, y quien de zejeleros, por la influencia arábigo-andalusí. Conviene recordar que para el trovador tañer un instrumento era un acto innoble.

Los juglares líricos al servicio de poetas rompen con el impersonalismo de los juglares épicos y comunican al público el nombre del autor de los versos que cantan, reivindican para sus señores la autoría de las obras que interpretan.

Creció tanto la fama y prestigio de los trovadores que incluso se les llegaron a atribuir composiciones ajenas. No olvidemos que durante mucho tiempo se adjudicaron a Alfonso X de Castilla el total de las Cantigas de Santa María y a Enrique VIII de Inglaterra la balada Greensleeves.

Los juglares líricos viajaban por las cortes y sedes nobiliarias en pos de fortuna. La movilidad seguía formando parte de su viejo mester.

Recoge Manuel Milá y Fontanals en su obra Los trovadores en España el feliz  testimonio de Ramón Vidal de Bezaudun, quien declara que un día vino a verlo un alegre juglar, que después de cumplimentarlo le hizo saber que era un hombre entregado a la juglaría de cantar, de decir y contar romances, nuevas, saludos, cuentos famosos, versos y que llevaba en su repertorio canciones de Giraldo de Broneil y Arnaldo Maruelh, versos y lays de otros, que resabiado del trato recibido en la corte había pensado retirarse, pero que, antes, había querido conocerlo. ¿Buscaba este juglar ponerse al servicio de Bezaudun o quería que lo surtiera de repertorio?

Pronto las nobleza y el clero se vieron desbordados por un ejército de juglares a los que alojar, alimentar y vestir. Se habían convertido en pequeños ministrantes, servidores, ministriles.

Bertrán de Born delata en un serventesio el malestar reinante entre los juglares del rey Alfonso II de Aragón, quien había recompensado sus servicios con trajes verdes y azules, quien incluso les había dado algunas monedas, pero les había traicionado entregando al juglar Artuset a los judíos por dinero.